Ayer me pareció llamativo un hecho que es casi cotidiano (¿y por qué es cotidiano?, vaya uno a saber):
He dicho que somos 700 en mi curso de Letras y quizás sea una hipérbole o quizás sea una situación ideal que le encantaría a más de un profesor obsesivo con este tema de la deserción universitaria; no, no creo, en síntesis, que seamos 700. Pero seguro somos más de 50 (un número desde el vamos bastante difícil de domesticar), más de 100, más de 200, quizás lleguemos a 300 en las cátedras más interesantes y haya que traer bancos del aula 2, de los cuales uno cada cinco son para zurdos. Proporción basada, seguramente, en observaciones empíricas, ya que todo en la universidad tiene perfecto sentido (ironía/off).
Me sorprendió el hecho trivial de que esas 300 personas supieran casi instintivamente darse cita para la misma hora, en el mismo lugar, todos los días. ¿Qué requiere eso? Pequeño (por cotidiano) pero gran requisito: que todos nuestros relojes estén sincronizados, a partir de allí que todos durmieran más o menos a la misma hora, que supieran bañarse y comer a la misma hora, que tuvieran horarios de caminata o de colectivo bastante parecidos y que tuvieran un mínimo de localización geográfica para poder llegar a destino; mera experiencia, diría Aristóteles, "saber nacido de la costumbre". Y no por eso menos sorprendente.
En todo esto pensaba mientras la profesora borraba los vestigios que la clase anterior había dejado en el pizarrón (donde habían hablado de mi Durkheim querido que ya quedó tan en el pasado... ¡adiós Nonino!), y sus movimientos iban y venían, sincronizados, arrastrando teorías sociológicas en una nube de polvo blanco, siempre, también, en tiempos iguales.
Me pregunté, al fin, qué había en el medio de esos tiempos; si en el medio de esos tiempos (el del borrador del pizarrón, o el tiempo bastante más grande que hay entre las dos clases: las de los lunes, las de los martes) estaba la nada misma o, según John Lennon, estaba ahí la vida misma, mientras nosotros esperábamos a que el pizarrón terminara de ser borrado, mientras era lunes y esperábamos ya la clase del martes.
No reflexioné mucho. Descarté por el contrario la posibilidad de seguir pensando en eso porque tenía, a mi parecer, una abstracción que me iba a volver loco muy pronto. Sin embargo recordé eso hace un rato.
Me levanté a mediodía y tenía un café en la heladera, que había preparado ayer pero decidí dejar acá hecho, cuestiones de la economía de guerra. Lo recalenté un poco y me senté a disfrutarlo; como nunca antes lo había hecho, a saber, en la mesa, mirando a la ventana donde pasaban los cordobeses preocupantemente abrigados porque no se abrigan sino cuando hace frío en serio (y he ahí mi preocupación, porque yo no tengo agua caliente y para peor estoy al borde de una gripe).
Y me di cuenta de lo que hacía. Nada, no estaba haciendo nada, vivía sólo (en el momento) para el café, para disfrutar el café. Antes habían venido cosas, después habían venido cosas, y TENÍAN que venir, vale decir, por este tema de los horarios que son los encargados primeros de poner un ritmo a nuestra vida, acorde con el tamaño de nuestros tiempos; y sin embargo, en este momento solamente, yo vivía sólo para mi café antes de que se termine (prepararme una segunda taza sólo para extender ese tiempo hubiera sido ya una ociosidad).
Pensé al fin, ¿son éstas las cosas que están en el medio de los tiempos rítmicos, esos tiempos que acaso esclavizan a los hombres?
¿Son estas las cosas abiertas para un infinito disfrute?
¿Le basta a la vida con ellas, o sólo hacen a la vida un poco más tolerable?

He dicho que somos 700 en mi curso de Letras y quizás sea una hipérbole o quizás sea una situación ideal que le encantaría a más de un profesor obsesivo con este tema de la deserción universitaria; no, no creo, en síntesis, que seamos 700. Pero seguro somos más de 50 (un número desde el vamos bastante difícil de domesticar), más de 100, más de 200, quizás lleguemos a 300 en las cátedras más interesantes y haya que traer bancos del aula 2, de los cuales uno cada cinco son para zurdos. Proporción basada, seguramente, en observaciones empíricas, ya que todo en la universidad tiene perfecto sentido (ironía/off).
Me sorprendió el hecho trivial de que esas 300 personas supieran casi instintivamente darse cita para la misma hora, en el mismo lugar, todos los días. ¿Qué requiere eso? Pequeño (por cotidiano) pero gran requisito: que todos nuestros relojes estén sincronizados, a partir de allí que todos durmieran más o menos a la misma hora, que supieran bañarse y comer a la misma hora, que tuvieran horarios de caminata o de colectivo bastante parecidos y que tuvieran un mínimo de localización geográfica para poder llegar a destino; mera experiencia, diría Aristóteles, "saber nacido de la costumbre". Y no por eso menos sorprendente.
En todo esto pensaba mientras la profesora borraba los vestigios que la clase anterior había dejado en el pizarrón (donde habían hablado de mi Durkheim querido que ya quedó tan en el pasado... ¡adiós Nonino!), y sus movimientos iban y venían, sincronizados, arrastrando teorías sociológicas en una nube de polvo blanco, siempre, también, en tiempos iguales.
Me pregunté, al fin, qué había en el medio de esos tiempos; si en el medio de esos tiempos (el del borrador del pizarrón, o el tiempo bastante más grande que hay entre las dos clases: las de los lunes, las de los martes) estaba la nada misma o, según John Lennon, estaba ahí la vida misma, mientras nosotros esperábamos a que el pizarrón terminara de ser borrado, mientras era lunes y esperábamos ya la clase del martes.
No reflexioné mucho. Descarté por el contrario la posibilidad de seguir pensando en eso porque tenía, a mi parecer, una abstracción que me iba a volver loco muy pronto. Sin embargo recordé eso hace un rato.
Me levanté a mediodía y tenía un café en la heladera, que había preparado ayer pero decidí dejar acá hecho, cuestiones de la economía de guerra. Lo recalenté un poco y me senté a disfrutarlo; como nunca antes lo había hecho, a saber, en la mesa, mirando a la ventana donde pasaban los cordobeses preocupantemente abrigados porque no se abrigan sino cuando hace frío en serio (y he ahí mi preocupación, porque yo no tengo agua caliente y para peor estoy al borde de una gripe).
Y me di cuenta de lo que hacía. Nada, no estaba haciendo nada, vivía sólo (en el momento) para el café, para disfrutar el café. Antes habían venido cosas, después habían venido cosas, y TENÍAN que venir, vale decir, por este tema de los horarios que son los encargados primeros de poner un ritmo a nuestra vida, acorde con el tamaño de nuestros tiempos; y sin embargo, en este momento solamente, yo vivía sólo para mi café antes de que se termine (prepararme una segunda taza sólo para extender ese tiempo hubiera sido ya una ociosidad).
Pensé al fin, ¿son éstas las cosas que están en el medio de los tiempos rítmicos, esos tiempos que acaso esclavizan a los hombres?
¿Son estas las cosas abiertas para un infinito disfrute?
¿Le basta a la vida con ellas, o sólo hacen a la vida un poco más tolerable?
